Wiñaypacha - Óscar Catacora (2017)


Esta tragedia peruana con apariencia de documental y fotografía alucinante, disponible en Netflix, nos recuerda que somos seres sociales, que somos frágiles y que requerimos de otros para sobrevivir. Además muestra de manera simple lo distanciado que estamos de la naturaleza, el abandono de los viejos y la obsesión por lo nuevo. La pareja formada por Willka y Phaxsi, hombre y mujer, hablantes de Aymara, viven en la región del Puno en los Andes, entre las cimas de roca y nieve. Y estamos viendo su vida cotidiana y el modo en que se transforma. Quizá la película no cuenta algo nuevo, pero lo que hace de la manera más cruel posible es echar a andar nuestra mente. En mi caso, una especie de vergüenza comenzó a formarse cuando veía que la pareja se siente abandonada por su hijo. Ese abandono es doble. Por una parte, lo físico, la ausencia; por otra, lo espiritual, el abandono de la lengua, los conocimientos, las tradiciones y todo el pasado indígena. 

Los viejos protagonistas cuidan la tierra, las plantas y los animales, encienden el fuego, preparan sus alimentos, tejen sus ropas, consideran sagrados algunos días y realizan ofrendas, son casi autosuficientes. El sitio en el que viven es hermoso pero no es un paseo por el parque, les exige pesado trabajo físico a diario.

La percepción y las ideas comienzan a chocar. Por una parte, el lugar podría considerarse el paraíso, ellos son Adán y Eva muriendo de viejos abandonados por Caín. Viven fuera del tiempo, en la eternidad. La única tecnología que necesitan es una caja de fósforos. Son ricos en conocimientos y cultura. De hecho, me sorprende que nadie quiera robarles su tierra y sus animales.

Sin embargo, parte de mi cerebro los veía como pobres, con ese prejuicio que nace de vivir en una ciudad y pensar que cuando menos les hace falta luz eléctrica, impermeabilízate, cemento, un molino y calefacción. Obviamente ellos no necesitan nada de eso, sólo requieren un poco de ayuda, un poco de fuerza.

La muerte anda rondando a los viejos y ellos leen su presencia en rituales que les dicen lo que ya saben. En la mayor parte de los diálogos, las palabras sólo refuerzan lo que los gestos indican. Sólo aportan cuando se trata de hacernos saber que la gente considera incorrecto hablar Aymara o que su hijo está en la ciudad.

El final es salvaje. Me hizo recordar que un libro sobre la vida de los pueblos Inuit, una vieja sin dientes se siente inútil y se aparta del grupo para entregar su cuerpo a un oso polar. Si el final no te hace bola el corazón es porque nunca tuviste uno. (Ab.)

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