La oveja negra - Ismael Rodríguez (1949)
Esta cinta es la raíz profunda de cualquier telenovela. El patriarcado opresor hace gala de sus peores cualidades a cada paso. Si dos generaciones crecieron viendo esta película, no es raro que los mexicanos estemos tan emocionalmente heridos. Acá la locura comienza con Don Cruz (Fernando Soler), un padre fanfarrón incapaz de aceptar que su hijo es adulto. El viejo disfruta de una incongruencia absoluta entre sus palabras y sus actos, porque la familia lo rescata de sus tonterías. El asunto es tan grave que si no fuera porque Silvano (Pedro Infante), hijo de Cruz, se hace cargo de la hacienda, esa familia estaría en la miseria. El viejo borracho no trabaja, vive crudo, no llega a dormir, tienen problemas de control de ira, es hablador, mujeriego y mal jugador, pero siempre es apoyado por su abnegadísima esposa Bibiana que pasa los días encerrada en casa sin hacer nada. La mujer activa en esa casa es la nana Agustina, un viejecita que reparte bastonazos y duras palabras. Todo el lío se teje gracias a Don Cruz y Silvano. El viejo se cree con derecho de hacer lo que se le pegue la gana y el hijo cree que debe respetar a su padre sobre todas las cosas. Exhiben una doble moral lamentable. El padre es el dueño del rancho y el hijo lo trabaja. Pero Silvano es incapaz de escapar de la trampa porque independizarse es una falta de respeto para su familia.
La inútil madre, cómplice pasiva, sólo sabe sufrir y llorar porque así se asegura de recibir atención y tener a raya al esposo y al hijo. Silvano solía practicar el coito con Justina, pero nunca tuvo exclusividad. Ahora quiere dejarla, pero ella no lo piensa soltar, quiere boda y ser dueña de la hacienda. Él dice estar enamorado de Marielba y piensa casarse. Pero Justina sabe que puede obtener lo que busca acostándose con Don Cruz y lo hace. El viejo no sabe o se hace de la vista gorda porque está bien atendido.
Para colmo, los listos del pueblo quieren que Don Cruz sea prefecto, supongo que el equivalente a presidente municipal o jefe de policía. Confían en que el viejo incompetente les permita hacer y deshacer sin consecuencias.
El Tío Laureano (Andrés Soler) trae de puerquito a Cruz y no le conviene que el viejo sea prefecto. Para evitarlo, anima a Silvano a competir con su padre por el cargo. Padre e hijo no sólo comparten mujer, ahora compiten por la autoridad civil. El hijo gana y el viejo se pone a hacer tonterías para humillar al nuevo prefecto que lo tolera pensándose buen hijo.
Silvano es tan inútil que resulta incapaz de aplicar justicia sobre su padre. De modo que cuando lo sacan de quicio busca a los listillos que los manipularon y a puñetazo limpio les hace confesar el entramado. Aquí no habrá justicia pero al menos habrá una tonta venganza. El tio Laureano es el único ganador, se queda como prefecto, mientras Cruz y Silvano pagan el pato perdiendo a sus mujeres.
Esta telenovela resume todos los vicios que los mexicanos cultivamos. A) No sabemos cuál es el objetivo de los que mueven los hilos y quizá nunca sabremos. B) Preferimos adaptarnos que corregir porque tenemos miedo de la verdad además de ser cómplices y beneficiarios del caos; y C) Perdemos el tiempo en actividades recreativas porque son más dulces que castigar a quienes violan la ley.
Esta cinta podría ser de denuncia, pero la gente la tomó como ejemplo a seguir. Los padres siguen sin aceptar que sus hijos son adultos y siguen consintiendo los errores e incluso los alientan a cometer otros porque de ese modo refuerzan su autoestima, se sienten útiles y cultivan la percepción de ser los salvadores. ¿Qué sería de mis hijos sin mí?
Esta película es una joya, insufrible, pero maravillosa. La solución a todos los problemas es fácil, casi evidente, pero no estamos emocionalmente preparados para aceptar las consecuencias. Si no aceptamos la existencia del problema, el cambio es imposible. (Ab.)
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